viernes, 24 de enero de 2014

Historias por contar.

Hay historias que merecen ser contadas. Llevo siempre conmigo una recopilación de ellas, y cada una merece ser contada por ser extraordinaria. Todas y cada una de las historias me recuerdan que el ser humano es lo único capaz de salvar al propio ser humano. Se me encomendó la tarea de escribir acerca de un día en concreto. Aquí está. Una de las historias guardadas.
La verdadera historia se remonta a mucho antes de aquel día, pero por alguna razón (llámalo destino si lo deseas) los caminos de unos chavales se cruzaron con la necesidad de unos hombres. Aquella mañana de viernes amaneció la ciudad de Madrid entre nubes dispersas que pronto dejaron entrever la escasa luz del sol. La mañana del ultimo día lectivo del 2013, jóvenes de la eso y bachillerato llenábamos dos autocares, nos dirigíamos cada uno a lugares diversos, pero no eran nuestras casas, eran lugares de ayuda social. En la primera parada nos bajamos un grupo de quince integrantes; los cuales, a temperaturas inferiores a cero, comenzamos nuestra labor social.
El sitio me resultaba familiar, pues yo iba de niña a esa misma iglesia al cambio de etapa de JMV (Juventudes Marianas Vicencianas). Una alegre mujer del lugar nos introdujo en las tareas que realizaban al día decenas de voluntarios y nos separó en grupos que rotaríamos por las distintas instalaciones del centro de día que nos asignaron. Al dividirnos no sé lo que hicieron los demás, pero puedo contar mi propia experiencia.
Mi primera tarea consistió en algo que es imprescindible para el buen funcionamiento del centro, así que nos pusimos ansiosas a la tarea. Clasificar los alimentos. Nos llevaron a un lugar donde había cientos de cajas con el nombre de “operación kilo” o “legumbres” en sus laterales. Nuestra labor consistía en abrirlas y recolocar todo por clases, ya fuesen garbanzos grandes o pequeños (de cuya existencia yo ni sabia hasta ese día), alubias blancas, lentejas, macarrones, comida de desayunos y una infinidad de alimentos empaquetados y guardados en aquel lugar. Pasaron al menos dos horas hasta que vinieron los del siguiente turno a reemplazarnos, mas ya teníamos un dolor en los riñones de agacharnos a coger y recolocar la comida. Cuando llegó el grupo siguiente ya habíamos despejado el almacén y pronto esa comida pasaría a otro lugar. Todo a su debido tiempo, ya llegaremos. Nuestro pequeño grupo de cuatro se fragmentó y mientras unas atendían a la gente, las servían y ayudaban en lo que podían; las otras nos dirigimos a otro almacén; este refrigerado. Imagínenselo, con batas y redecillas en el pelo nos reunimos con una mujer aun más encantadora que la primera. No recuerdo su nombre, pero era una anciana que pudiera decirse que estaba en mejor forma que nosotras. Nuestro nuevo trabajo consistía en clasificar surtidos navideños en diferentes estanterías. Se acercaba la navidad y todos tenemos derecho a un polvorón o un trozo de turrón que llevarnos a la boca. La agradable y encantadora anciana nos permitió incluso poner música para hacer nuestro tiempo allí más llevadero, pues recuerdo que serían las doce del mediodía y pudiendo estar ya de vacaciones, nos hallábamos allí, entre mazapanes y rosquillas. Cuando acabamos allí, no queríamos despedirnos de la gente, y les prometimos volver en la siguiente excursión. Pasamos al siguiente escuadrón de batalla, el más duro de la mañana. Apilar las cajas que mencione en mi primera tarea. ¿Las recuerdan? Parecerá una tontería, pero llevar al hombro cajas de 20 kilos o más, teniendo dolor de riñones y las manos congeladas, no es tan fácil. Os animo a intentarlo. Después de eso, una visita guiada, una larga charla y miles de  preguntas con el responsable del centro, nos reunimos otra vez los quince.
La agradable señora de la introducción también fue la que nos dijo adiós. No sin antes preguntarnos por la experiencia. Hubo respuestas variadas, pero yo me quedo con una palabra.

GRATIFICANTE.

1 comentario:

  1. Escribes muy bien, pero que muy bien. Animooo!!!
    Me a gustado bastante

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